Antonio Haas
Siempre!
Junio 25, 1998
Volcán gruñón
El Maquío se equivocó al nacer. Resultó bebé humano, si bien de 5 kilos, cuando debió haber sido un volcán. Esa era su verdadera índole. Ahora no estaríamos hablando de sus ideas económicas, políticas y sociales.
Estaríamos diciendo, "¿se acuerdan cuando hizo erupción el Maquío allá en Bataoto? ¿Fue antes o después de Paricutín?". El hecho es que con Maquío había que pisar con sumo cuidado para no provocar los volcánicos bramidos y humos fieros de una erupción, por pequeña que fuera.
"¡Estos hijos de la chingada creen que mi dignidad tiene precio!".
Esa es la primera...llamémosla "oración"... del texto de esta biografía del Maquío, y el primer gran acierto de su autor, Enrique Nanti, porque pinta a su modelo de cuerpo entero. Ahí esta el bramido de su temperamento volcánico. ¿Razón? Una entrevista con el presidente Salinas de Gortari, quien por lo visto tuvo la osadía de ofrecerle algo a él, al volcán mismo, para tenerlo... latente.
Su explosión también pinta otro rasgo muy suyo que él seguramente lo negaría, aunque fue lo que le granjeó a las multitudes, que nunca antes habían votado, y menos participado en una campaña, como lo hicieron con Maquió. Me refiero a su candor político, una especie de inocencia, en realidad, aunque con eso me parece que oigo gruñir al volcán.
Debo aclarar. El llegó a tener tratos cercanos con varios presidentes de la República gracias a sus propias presidencias en las asociaciones empresariales más importantes del país. Inclusive, su confianza con López Portillo fue tal que Maquío llegó a pensar que eran amigos, hasta que se desengañó por los actos del propio Presidente.
Se necesita la inocencia de la buena voluntad para esperar algo más de un político, sobre todo uno que con buena razón se sentía prácticamente omnipotente en México. Esa decepción aparte, Maquío tenía que recordar el rechazo clasista que recibió del PRI cuando buscó la candidatura para la presidencia municipal de Culiacán.
Mas a pesar de tales antecedentes y conociendo de memoria, como los conocemos todos, los vicios ancestrales del presidencialismo en México --el gran dedo elector, los mapaches, la impunidad y la corrupción--, el Maquío hace explosión cuando Salinas le ofrece un soborno. Si no es esa la reacción de la inocencia ofendida, ¿qué podría ser?
La violencia, la sinceridad de su reacción demuestran que nunca cayó en el cinismo, logro nada despreciable dado el cinismo imperante, quizá inherente, en toda la política. El Maquío, sin embargo, conservó hasta el final su optimismo, ese brazo derecho de la inocencia en que se fincan los ideales más hermosos de la humanidad, aunque, si el tiempo aún no es propicio, como no lo fue para él, esos ideales suelen quedarse en el limbo de las utopías.
Maquío, afortunadamente, conservó esa robusta inocencia hasta el final de su carrera. Y no cabe duda que, con su sinceridad, se la pudo comunicar al pueblo. Fue la que persuadió a las muchedumbres que se le fueron sumando en todo lo ancho y largo del país durante su campaña presidencial, las multitudes que en Yucatán comprendieron y adoptaron la elocuencia del silencio. Del silencio y del boicoteo con que obligaron a los medios en provincia a darle tiempo y voz a la campaña del Maquió.
Otra cualidad conquistadora del Maquío, y una que resplandecía como el sol, era su amor por la tierra y por quienes le ayudaban en la gran labor mayéutica de hacerla producir. Una vez me invitó a su rancho. Tengo dos cosas muy presentes de esa visita: una, que manejaba como el viento mientras yo iba con el Jesús en la boca; la otra fue la pulcritud de su campo, de las casas para los trabajadores y la minuciosa atención que le daba a todos los detalles. Cuando íbamos de regreso, le dije: "Oye, Tata Maquío...". Me interrumpió con una carcajada. "Ni digas eso --me dijo--. "Ellos son los que se chingan. Se merecen eso y más".
Aunque nos veíamos muy de cuando en vez, sobre todo después de que la siembra de hortalizas me hizo tantos desaires que quité mi oficina en Culiacán y regresé de planta a Mazatlán, siempre teníamos muchas cosas interesantes que decirnos. De sus dos amores más grandes, su familia y su religión, yo no soy quién para hacer comentario alguno. Sólo sé que eran su vida misma, y su gran dolor era el tener que marginarlas en aras de esa vocación política que se había convertido en su destino irrecusable.
Y de su muerte, todo lo que yo diga sale sobrando. Hace medio siglo, el poeta McGregor Giacinti escribió un bello poema, el "Romance de las Rosas Verdes", recordando los jóvenes que dieron su vida por la revolución en Sinaloa.
Siempre recuerdo esa elegía cuando pienso en la muerte tan innecesaria de un hombre tan necesario como Maquío. En la plenitud de los 55 años, él también era joven para morir. El también inició una revolución, pero donde más cuenta, en la opinión pública, cuyos frutos apenas estamos comenzando a cosechar. Como en última instancia la opinión pública es la que manda aquí y en China, México entero está en deuda con el volcán Maquío, cuyas espectaculares erupciones les abrieron los ojos a quienes antes no sabían ver ni por su propio bien.
Sus propósito políticos no se frustraron con su muerte. El le demostró al PRI y al resto de México que no hay enemigos pequeños, y que si queremos cambios, de nosotros dependen, no del gobierno. Felicito, pues, a la familia Clouthier y a Enrique Nanti por la publicación de este libro, un monumento más de los muchos que todavía se le deben al Maquío.
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