Octubre 2, 1989
La Jornada

El recorrido de Manuel Clouthier del Rincón, Maquío, es relevante. Estudiante, dirigente estudiantil, esposo y padre, dirigente de organizaciones católicas, promotor y cabeza de organizaciones sociales de su medio –el empresarial, el de padre de familia–, participante en luchas cívicas locales –la de los agricultores, la de la denuncia y combate civiles al narcotráfico, etc.– aguerrido líder empresarial y, finalmente, destacado abanderado político. Me atrevería hasta afirmar que, en México, al política de la época posrevolucionaria tiene un antes y un después de Clouthier.
Con Maquío terminó la época en que los hombres de empresa aceptaban en silencio la condición de víctimas eventuales y cómplices permanentes del gobierno. No es que hubiese sido el primero ni el único empresario que militara en la oposición, pero a él le tocó –después de probar otros caminos y vivir en carne propia el fracaso de éstos– dar el paso público más notable en este ámbito. Viniendo de donde venía, fue notable y generó al mismo tiempo seguidores y críticos, en su medio y fuera de este, Incluso en el interior del partido que escogió para actuar políticamente, hubo quien lo rechazara en un principio. Poco a poco, su bonhomía y su capacidad de escuchar, su sentido autocrítico y su innegable amor por la libertad fueron aplanando obstáculos. Por su parte, fue disciplinado de la más noble manera a la dirección de Acción Nacional, y dio vigor y empuje nuevos a la presencia panista.
Me tocó tratarlo de cerca. Me correspondió invitarlo al PAN cuando era el máximo dirigente empresarial del país y aún confiaba en López Portillo y, con razones, me hizo ver que no creía en el camino político. Sin embargo, manifestó su convicción democrática al precisar que, en sus empresas, nadie sería objeto de reacción alguna si optaba por cualquier partido político que fuese. Y puedo asegurar –hasta donde puedo saber– que así fue. De allí que, a pesar de las acciones mezquinas y bajunas de que fuera víctima como empresario, lograra sostener las unidades de producción que creó y que, por fidelidad a su propia opción, luego tuvo que vender. En este, como en otros campos, supo pagar el precio de sus decisiones. Y lo hizo con generosidad y alegría ejemplares. Nunca lloró por las naves que decidió quemar.
Su personalidad y su estilo no eran agradables para muchos. Se le solían atribuir intenciones que jamás tuvo –como la de aspirar a la presidencia del PAN– y se le caricaturizó a veces de manera inicua. Él caminaba. Bastaría seguir el hilo de sus discursos para descubrir su evolución y entender los temores y los temblores que generaba en los timoratos, en los pesimistas, en cierta burguesía a la que su compromiso inquietaba, por sentirse dueña de toda bondad y amenazada en su supuesta posesión de todas las virtudes, incluidas las no menos supuestamente cívicas. Se esforzó en superar las limitaciones intelectuales políticas que no negaba suyas. Devoraba papeles ynotas con el mismo entusiasmo pantagruélico con que comía. Hablaba "como ranchero" y tenía amigos fidelisísimos en los medios más extraños para quien ve el mundo a través del lente de los estereotipos. Para cambiar una idea, tenía que ser convencido, pero , una vez dato este paso, asumía sin titubeos no sólo la idea, sino todas sus consecuencias.
Fruto maduro. Como también lo era quien, junto con él, encontró la muerte en el mismo vehículo, el ejemplar Javier Calvo Manrique, presidente el PAN en Sinaloa. Vivieron ambos en paz. Los extrañaremos todos. Quienes los quisimos, criticamos y colaboramos con ellos y seguramente, si la mezquindad no le gana la partida a la generosidad, quienes los combatieron y los rechazaron. Poco importa, finalmente, esto último; hay un juez que sa a cada quien exactamente lo que le toca.
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